Una despedida sencilla: ABC, en el velatorio privado de Benedicto XVI
Los guardias suizos, que habitualmente no se fían de nadie, dejan pasar a quien quiera visitar los restos del Pontífice
Vestiduras pontificias y zapatos negros, el mensaje que esconden las primeras imágenes en la capilla de Benedicto XVI
Sigue en directo el último adiós al Papa emérito

Anochece en Ciudad del Vaticano, aún desconcertada por el luto. La muerte de un Papa lo cambia todo. Los guardias suizos, que habitualmente no se fían de nadie, esta tarde se fían. «Voy al monasterio Mater Ecclesiae», les explica el corresponsal de ABC. « ... Al velatorio de Benedicto», añade. «Pase, pase», responden seguros. Como el Pontífice que ha fallecido es de todos, alguien les ha dicho que esta tarde no tienen derecho a cortar el paso a quien quiera visitar la cámara ardiente abierta para «colaboradores y amigos» en su propia residencia.
La escena se repite en otros tres controles a lo largo del camino a pie. «Voy al Mater Ecclesiae, al velatorio de Benedicto». Te interrumpen el paso sólo para darte indicaciones. «Siga recto, suba esas escaleras, y un gendarme le explicará hacia dónde debe dirigirse».
Para llegar al exmonasterio que ha acogido los últimos años de Benedicto, se debe bordear la fachada lateral de la basílica de San Pedro, la misma que en unas horas acogerá su tumba. Esta noche parece que aquí están de luto sereno también los santos que hay en sus nichos. Luego, se pasa junto a una estatua de San Miguel, figurado como arcángel general de los ejércitos celestiales, que bendijeron juntos Francisco y Benedicto XVI para que protegiera este lugar, en la que fue su segunda aparición pública.
Es un paseo de poco más de doce minutos. El antiguo monasterio fue abierto por Juan Pablo II que deseaba que allí vivieran por turnos comunidades de religiosas de clausura, que apoyaran directamente al Papa con su oración.
El cartel «Via del Monastero» indica el punto de llegada. Hay un portón, que está entreabierto, como en los antiguos velatorios de los pueblos. Alguien ha señalado los últimos cinco o seis metros de camino con pequeñas antorchas. Luego, basta subir unas escaleras y se llega a un porche que conduce directamente a la capilla ardiente.
En la puerta, Georg Ganswein, el secretario de Benedicto, y una de las mujeres que cuidaban al Papa emérito, reciben uno a uno a quienes llegan. «Gracias, gracias por venir», repiten con una triste sonrisa. Hay varias coronas de flores, no muchas, tres o cuatro. Está también fray Eligio, el enfermero diácono que le ayudó en sus últimos días.
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En la capilla caben apretadas unas treinta personas. Un gendarme con uniforme de gala indica cuándo se debe entrar. Pero nadie pide a nadie que abandone la habitación. Todos miran en silencio los restos del Papa emérito. Hay cuatro reclinatorios, que algunos utilizan para rezar. La escena es demasiado sencilla para un pontífice. Pero todo apunta en la misma dirección: para Benedicto XVI, ya todo se ha terminado. El Papa de la razón descansa bajo un crucifijo. Está revestido de rojo, color del luto papal, con un rosario en las manos. A su lado hay un cirio encendido, con la imagen de la Virgen de Altötting, el santuario de la Alta Baviera en el que se conocieron sus padres y donde le enseñaron a rezar. La misma luz que guió sus pasos durante estos años.
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